NOSTALGIA
DE CASA
Gilbert
K. Chesterton
Uno, con aspecto de
viajero, se me acercó y me dijo:
-¿Cuál es el
recorrido más corto de un lugar al mismo lugar?
Tenía el sol de
espaldas, de manera que su cara era ilegible.
-Quedarse quieto,
naturalmente -dije.
-Eso no es un
trayecto –replicó-. El trayecto más corto de un lugar al mismo lugar es la
vuelta al mundo –y se fue.
White Wynd había
nacido y crecido, se había casado y convertido en padre de familia en la Granja
White junto al río. El río la rodeaba por tres lados como si fuera un castillo:
en el cuarto estaban las cuadras y más allá la huerta y más allá un huerto de
frutales y más allá una tapia y más allá un camino y más allá un pinar y más
allá un trigal y más allá laderas que se juntaban con el cielo, y más allá…
pero no vamos a enumerar el mundo entero, por mucho que nos tiente. White Wynd
no había conocido más hogar que éste. Para él sus muros eran el mundo y su
techo el cielo.
Por eso fue tan
extraño lo que hizo.
En los últimos años
apenas cruzaba la puerta. Y a medida que aumentaba su desidia le aumentaba el
desasosiego: estaba a disgusto consigo mismo y con los demás. Se sentí, en
cierta extraña manera, hastiado de cada instante y ávido del siguiente.
Se le había
endurecido y agriado el corazón para con la esposa y los hijos a los que veía a
diario, aunque eran cinco de los rostros más bondadosos del mundo. Recordaba,
en destellos, los días de sudor y de lucha por el pan en que, al llegar a casa
al atardecer, la paja de la techumbre ardía de oro como si hubiese ángeles
allí. Pero lo recordaba como se recuerda un sueño.
Ahora le parecía que podía ver otros hogares,
pero no el suyo. Éste era meramente una casa. El prosaísmo había hecho presa en él: le había sellado los ojos
y tapado los oídos.
Finalmente algo
aconteció en su corazón: un volcán, un terremoto, un eclipse, un amanecer, un
diluvio, un apocalipsis. Podríamos acumular palabras descomunales, pero no nos
acercaríamos nunca.
Ochocientas veces
había irrumpido la claridad del día en la cocina desnuda donde la pequeña
familia se sentaba a desayunar al otro lado de la huerta. Y a la ochocientas
una el padre se detuvo con la taza que estaba pasando en la mano.
-Ese trigal verde
que se ve por la ventana –dijo soñolientamente- relumbra con el sol. No sé por
qué…, me recuerda un campo que hay más allá de mi hogar.
-¿De tu hogar? –Chilló
su esposa-. Tu hogar es éste.
White Wynd se
levantó, y pareció que llenaba la estancia. Alargó la mano y cogió un bastón. La alargó de nuevo y cogió un
sombrero. De ambos objetos se levantaron nubes de polvo.
-Padre –exclamó un
niño-, ¿a dónde vas?
-A casa –replicó.
-¿Qué quieres
decir? Ésta es tu casa. ¿A qué casa vas?
-A la granja White
junto al río.
-Es ésta.
Los estaba mirando
tranquilamente cuando su hija mayor le vio la cara.
-¡Ah, se ha vuelto
loco! –exclamó, y se cubrió la cara con las manos.
-Te pareces un poco
a mi hija mayor –observó el padre con severidad-. Pero no tienes la mirada, no,
no esa mirada que es una bienvenida después de una jornada de trabajo.
Señora –continuó
volviéndose hacia su atónita esposa con ceremoniosa cortesía-, le agradezco su
hospitalidad, pero me temo que he abusado de ella demasiado tiempo. Y mi casa…
-¡Padre, padre, por
favor, respóndeme! ¿No es esta tu casa?
El anciano movió
vagamente el bastón.
-Las vigas están
llenas de telarañas y las paredes están manchadas de humedad. Las puertas me
aprisionan, las vigas me aplastan. Hay mezquindades y disputas y resquemores
ahí detrás de las rejas polvorientas en que he estado dormitando demasiado
tiempo. Aunque el fuego brama y la puerta está abierta. Hay comida y ropa, agua
y fuego y todas las artes y misterios del amor allá en el fin del mundo, en la casa donde nací.
Hay descanso para los pies cansados en el suelo alfombrado, y para el corazón hambriento
en los rostros puros.
-¿Dónde, dónde?
-En la granja White
junto al río.
Y traspuso la
puerta, y el sol le dio en la cara.
Y los demás
moradores de la Granja White permanecieron mirándose los unos a los otros.
White Wynd estaba
detenido en el puente de troncos que cruzaba el río con el mundo a sus pies.
Y una fuerte ráfaga
de viento vino del otro límite del cielo
(una tierra de oros pálidos y maravillosos) y lo alcanzó. Puede que algunos
sepan lo que es para un hombre ese primer viento fuera de casa. A éste le
pareció que Dios le había tirado del cabello hacia atrás y lo había besado en
la frente.
Se había sentido
hastiado de descansar, sin saber que el remedio entero estaba en el sol y el
viento y en su propio cuerpo. Ahora casi creía que llevaba puestas las botas de siete leguas.
Iba a casa. La
Granja White estaba detrás de cada bosque y detrás de cada cadena de montañas.
La buscó como buscamos todos el país de las hadas, en cada vuelta del camino.
Únicamente en una dirección no la buscaba nunca, y era en la que, sólo mil
yardas atrás, se levantaba la Granja White, con la techumbre de paja y las
paredes encaladas brillando contra el azul ventoso de la mañana.
Observó las matas
de diente de león y los grillos y se dio cuenta de que era gigantesco. Somos
muy dados a considerarnos montañas. Lo mismo son todas las cosas infinitamente
grandes e infinitamente pequeñas.
Se estiró como un
crucificado en una inmensidad inabarcable.
-Oh, Dios, creador
mío y de todas las cosas, escucha cuatro cantos de alabanza. Uno por mis pies
que me has hecho fuertes y ligeros sobre Tus margaritas; otro por mi cabeza,
que me has alzado y coronado sobre las cuatro esquinas de Tu cielo; otro por mi
corazón, del que has hecho un coro de ángeles que cantan Tu gloria, y otro por
esa perlada nubecilla de allá lejos sobre los pinos de la montaña.
Se sentía como Adán
recién creado: de repente había heredado todas las cosas, incluidos los soles y
las estrellas.
¿Habéis salido
alguna vez a pasear?
* * *
El relato del viaje
de White Wynd podría ser una epopeya. Se lo tragaron por las grandes ciudades y
fue olvidado: pero salió por el otro lado. Trabajó en las canteras y en los
muelles país tras país. Como un alma transmigrante, vivió una sucesión de
existencias: una partida de vagabundos, una cuadrilla de obreros, una dotación
de marineros, un grupo de pescadores, lo consideraron el último acontecimiento
de sus vidas, el hombre alto y delgado de ojos como dos estrellas, las
estrellas de un antiguo designio.
Pero jamás se
apartó de la línea que circunda el globo.
Un atardecer dorado
de verano, sin embargo, se topó con lo más extraño de todos sus viajes. Subía
penosamente una loma oscura que lo ocultaba todo, como la misma cúpula de la
tierra.
De pronto lo
invadió un extraño sentimiento. Se volvió a mirar hacia la vasta extensión de
hierba para ver si había alguna linde, porque se sentía como el que acaba de
cruzar la frontera del país de los elfos. Con un carillón de pasiones nuevas
repicándole en la cabeza, asaltado por recuerdos confusos, llegó a lo alto de
la colina.
El sol poniente
irradiaba un resplandor universal. Entre el hombre y él, allá abajo en los
campos, había lo que parecía a sus ojos anegados una nube blanca, no, era un
palacio de mármol. No, era la Granja White Wynd junto al río.
Había llegado al
fin del mundo. Cada lugar de la tierra es principio o fin, según el corazón del
hombre. Ésa es la ventaja de vivir en un esferoide achatado por los polos.
Estaba
atardeciendo. La loma herbosa en la que estaba se volvió dorada. Tuvo la
sensación de que se hallaba en medio de fuego en vez de hierba. Estaba tan
quieto que los pájaros se posaron en su bastón.
Toda la tierra y su
esplendor parecían celebrar el regreso al hogar del lunático. Los pájaros que
volaban hacia sus nidos lo conocían, la Naturaleza misma estaba en su secreto:
era el hombre que había ido de un lugar al mismo lugar.
Pero se poyaba con
cansancio en su bastón. Entonces alzó la voz una vez más:
-Oh, Dios, creador
mío y de todas las cosas, escucha cuatro cantos de alabanza. Uno por mis pies,
por tenerlos doloridos y lentos, ahora que se acercan a la puerta; otro por mi
cabeza, por tenerla inclinada y cubierta de canas, ahora que Tú la coronas con
el sol; otro por mi corazón, porque le has enseñado con el dolor y la esperanza
dilatada que es el camino lo que hace el hogar, y otro por esa margarita que
hay a mis pies.
Descendió por la
ladera y se adentró en el pinar. A través de los árboles pudo ver la roja y
dorada puesta de sol posándose en los blancos edificios de la granja y en las
verdes ramas de los manzanos. Ahora era su hogar. Pero no pudo serlo hasta que
se fue de él y hubo regresado. Ahora él era el Hijo Pródigo.
Salió del pinar y
cruzó el camino. Saltó la tapia baja y se metió por entre los frutales,
atravesó el huerto y pasó los establos. Y en el patio empedrado vio a su esposa
que sacaba agua.
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