"La iglesia está de bote en bote: el colegio en
pleno. Todos apretujados alrededor de una silueta de madera brillante, que
oculta su cuerpo, sus ojos apagados. La Beatrice que recuerdo ya no está y la
que ahora se encuentra dentro de aquella caja de madera es otra Beatrice. Tal
era el misterio de aquella cosa llamada muerte. Sin embargo, lo que he amado en
ella y de ella no ha desaparecido. No se ha esfumado como un soplo demasiado
veloz. Aprieto su diario entre mis manos como una segunda piel.
La misa del funeral la celebra Gandalf. Una vez más. Explica el misterio de la muerte
y habla de un tal Job al que Dios quitó todo y al que Job permaneció fiel, aunque tuvo
el valor de reprochar a Dios su crueldad.
—Y mientras Job grita entre lágrimas, Dios le dice: «¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? ¿Quién encerró con puertas el mar? ¿Has tú mandado a la mañana en tus días? ¿Has mostrado al alba su lugar? ¿Por ventura la lluvia tiene padre? ¿O quién engendró las gotas del rocío? ¿Quién preparó al cuervo su caza? ¿Por ventura vuela el gavilán por tu industria, extiende sus alas hacia el Mediodía? Házmelo saber si tienes inteligencia».
Se hace un silencio tras la lectura de Gandalf.
—Como Job, hoy nosotros le gritamos a Dios nuestro enojo: no aceptamos lo que ha decidido hacer, no lo aceptamos, y eso es humano. Pero Dios nos pide que confiemos en él. Esta es la única solución al misterio del dolor y de la muerte: la confianza en su amor. Y esto es divino, un don divino. Y no ha de asustarnos nuestra imposibilidad de concedérsela ahora. Es más, tenemos que decírselo claramente: ¡no lo aceptamos!
¡Cuentos! No es solo que yo no confíe en Dios, sino que lo odio.
Gandalf prosigue, impertérrito:
—Pero nosotros tenemos la solución que no tuvo Job. ¿Sabéis qué hace el pelícano cuando sus crías pasan hambre y no tiene comida que darles? Se hiere el pecho con su largo pico y sus crías beben de aquella sangre nutricia que brota de su herida como de una fuente. Lo mismo que hace Cristo con nosotros, y por esa razón muchas veces se lo representa como un pelícano. Venció nuestra muerte de pequeños hambrientos de vida dando su sangre, su amor indestructible, por nosotros. Y lo que nos entregó es más fuerte que la muerte. Sin esta sangre morimos dos veces.
Se hace un silencio dentro de mí. Soy una piedra de dolor suspendida en el vacío del amor. Totalmente impermeable.
—Solo este amor supera a la muerte. Quien lo recibe y lo da no muere, sino que nace dos veces. ¡Como ha hecho Beatrice...!
—Ahora invito a hablar a todo aquel que quiera recordarla.
Sigue un largo silencio embarazoso, luego me levanto, ante las miradas de todos. Gandalf sigue mis pasos con cierta aprensión. Teme que diga alguna tontería.
—Quería solamente leer las últimas palabras del diario de Beatrice, palabras que ella me dijo y que yo transcribí. Estoy convencido de que le hubiera gustado que todos los presentes las conocieran.
Mi voz se quiebra y bebo lágrimas incontenibles, pero aun así leo.
—«Querido Dios, hoy te escribe Leo, porque yo no puedo. Pero aunque me siento tan débil quiero decirte que no tengo miedo, porque sé que me cogerás entre tus brazos y me mecerás como a una niña recién nacida. Los medicamentos no me han curado, pero estoy feliz. Estoy feliz porque tengo un secreto contigo: el secreto para mirarte, el secreto para tocarte. Querido Dios, si me sujetas entre tus brazos la muerte ya no me da miedo.»
Alzo la vista y la iglesia me parece inundada por el mar Muerto de mis lágrimas, sobre el cual floto con una barca que Beatrice ha construido para mí. Me cruzo con los ojos de Silvia, que me está observando y con una sola mirada trata de consolarme. Bajo los ojos. Huyo del micrófono porque, a pesar de mi balsa de madera, yo también estoy a punto e hundirme entre mis lágrimas.
Las últimas palabras que recuerdo son las de Gandalf:
—Tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros...
También Dios derrocha su sangre: una lluvia infinita de amor rojosangre empapa el mundo cada día procurando darnos vida, pero seguimos más muertos que los muertos. Siempre me he preguntado por qué el amor y la sangre tienen el mismo color: ahora lo sé. ¡Todo es culpa de Dios!
Esa lluvia no me roza. Soy impermeable. Yo sigo muerto.
—Y mientras Job grita entre lágrimas, Dios le dice: «¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? ¿Quién encerró con puertas el mar? ¿Has tú mandado a la mañana en tus días? ¿Has mostrado al alba su lugar? ¿Por ventura la lluvia tiene padre? ¿O quién engendró las gotas del rocío? ¿Quién preparó al cuervo su caza? ¿Por ventura vuela el gavilán por tu industria, extiende sus alas hacia el Mediodía? Házmelo saber si tienes inteligencia».
Se hace un silencio tras la lectura de Gandalf.
—Como Job, hoy nosotros le gritamos a Dios nuestro enojo: no aceptamos lo que ha decidido hacer, no lo aceptamos, y eso es humano. Pero Dios nos pide que confiemos en él. Esta es la única solución al misterio del dolor y de la muerte: la confianza en su amor. Y esto es divino, un don divino. Y no ha de asustarnos nuestra imposibilidad de concedérsela ahora. Es más, tenemos que decírselo claramente: ¡no lo aceptamos!
¡Cuentos! No es solo que yo no confíe en Dios, sino que lo odio.
Gandalf prosigue, impertérrito:
—Pero nosotros tenemos la solución que no tuvo Job. ¿Sabéis qué hace el pelícano cuando sus crías pasan hambre y no tiene comida que darles? Se hiere el pecho con su largo pico y sus crías beben de aquella sangre nutricia que brota de su herida como de una fuente. Lo mismo que hace Cristo con nosotros, y por esa razón muchas veces se lo representa como un pelícano. Venció nuestra muerte de pequeños hambrientos de vida dando su sangre, su amor indestructible, por nosotros. Y lo que nos entregó es más fuerte que la muerte. Sin esta sangre morimos dos veces.
Se hace un silencio dentro de mí. Soy una piedra de dolor suspendida en el vacío del amor. Totalmente impermeable.
—Solo este amor supera a la muerte. Quien lo recibe y lo da no muere, sino que nace dos veces. ¡Como ha hecho Beatrice...!
—Ahora invito a hablar a todo aquel que quiera recordarla.
Sigue un largo silencio embarazoso, luego me levanto, ante las miradas de todos. Gandalf sigue mis pasos con cierta aprensión. Teme que diga alguna tontería.
—Quería solamente leer las últimas palabras del diario de Beatrice, palabras que ella me dijo y que yo transcribí. Estoy convencido de que le hubiera gustado que todos los presentes las conocieran.
Mi voz se quiebra y bebo lágrimas incontenibles, pero aun así leo.
—«Querido Dios, hoy te escribe Leo, porque yo no puedo. Pero aunque me siento tan débil quiero decirte que no tengo miedo, porque sé que me cogerás entre tus brazos y me mecerás como a una niña recién nacida. Los medicamentos no me han curado, pero estoy feliz. Estoy feliz porque tengo un secreto contigo: el secreto para mirarte, el secreto para tocarte. Querido Dios, si me sujetas entre tus brazos la muerte ya no me da miedo.»
Alzo la vista y la iglesia me parece inundada por el mar Muerto de mis lágrimas, sobre el cual floto con una barca que Beatrice ha construido para mí. Me cruzo con los ojos de Silvia, que me está observando y con una sola mirada trata de consolarme. Bajo los ojos. Huyo del micrófono porque, a pesar de mi balsa de madera, yo también estoy a punto e hundirme entre mis lágrimas.
Las últimas palabras que recuerdo son las de Gandalf:
—Tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros...
También Dios derrocha su sangre: una lluvia infinita de amor rojosangre empapa el mundo cada día procurando darnos vida, pero seguimos más muertos que los muertos. Siempre me he preguntado por qué el amor y la sangre tienen el mismo color: ahora lo sé. ¡Todo es culpa de Dios!
Esa lluvia no me roza. Soy impermeable. Yo sigo muerto.
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