
El tiempo y las situaciones piden hacer memoria... exigen ir al fondo... “nunca se consigue nada porque nunca se va hasta el fondo”, decía ese personaje de Camus que tanto amé mientras leía su novela –“Calígula”-, pero para él no había un fondo, no se había hecho carne, por eso al final se cansa, porque la Presencia no se la podía inventar él mismo, aun a pesar de todo el poder que tenía, de su inteligencia, de su genialidad, no es algo que uno se pueda inventar, la vida no la sostiene una imagen... siempre hace falta un corazón como el de los primeros; intento imaginar la escena de los reyes magos, «grandes magos, grandes sabios,/ grandes reyes eran./ Grandes cargas y regalos,/ grandes cosas llevan. / Grandes mares y desiertos, grandes tierras cruzan/ para llegar a lo grande/ que al final se oculta./ Grandes distancias,/ también grande la esperanza/ para hallar.../ Un pequeño pueblo, un pequeño establo/ un pequeño niño.(...)/ Grandes corazones porque ante lo más pequeño reconocieron lo eterno.”, qué sencillez, qué amor a la propia vida ese desapego a sus imágenes y cálculos, en cambio el amor a la Verdad, para reconocerLo donde sea, así en un Niño, en la ternura con que su madre lo abrazara, en la mirada tierna y un poco triste de San José, que un poco a la distancia observara la escena, esos que no eran suyos... tan solo pensarlo me hace temblar, y desear amar mi vida así, con tal apego a la Verdad.
Es un choque... verlos exige pedir, porque este fondo no sé afirmarlo... me pregunto si voy como Calígula buscando la Luna –considerando el final del libro-, o con la sencillez de los primeros –con la que tienen mis amigos-... ¿dónde voy? ¿cómo camino? ¿por qué camino?
«Yo he visto algo, he visto algo, aunque no sepa decir bien lo que he visto, aunque hable con palabras no mías», a partir de esto y dentro de este temor y temblor percibo que es un ir al fondo precisamente porque es una Presencia, de otra manera la pregunta no cabría, sin embargo persiste, insiste, me inquieta... he tenido la gracia que Calígula no tuvo, entonces se transforma en un diálogo... como Abraham. “Señor, aquí no pasa nada, ¡sólo pasa mi vida! No alcanzo lo que me has prometido. Me habías prometido que sería la cabeza de un grandísimo pueblo; pero mi vida se consume y el tiempo apremia”... y Él le repite la promesa, sólo repite la promesa, tampoco da el pan, lo deja a la propia libertad... pero es un diálogo... esta es la novedad. Empieza un diálogo y ¡lo hace otra vez!. Repite la promesa.
Por esto recordaba a Albert Camus, el primer hombre... siempre fue el personaje de sus libros, y el último no lo terminó... pero se había transformado en diálogo al final, el encuentro con Simon Weil y con Howard Mumma fueron su camino, el abrazo sincero de la Luna, que para sus otros personajes no había existido, o no lo habían percibido, porque anteponían el absurdo, frente a la realidad se quedaban en el decir “ es imposible”... pero este fue el comienzo de la conversión, y el libro que no terminó el abrazo del Eterno e Imposible que siempre lo amó, que lo buscó como a la ultima oveja. Camus al final se entregó a los brazos del Padre que tanto buscó. Sí, al final lo encontró. Al final ¡había la Luna!. Me conmueve la historia de este hombre, porque lo fue en todas sus letras, desde sus entrañas gritaba “mi corazón está inquieta hasta que repose en Ti”, como San Agustín.
Dejo algunos pasajes del “Primer hombre”:
«Oh, sí, era así, la vida de aquel niño había sido así, la vida había sido así en la isla pobre del barrio, unida por la pura necesidad, en medio de una familia inválida e ignorante, con su sangre joven y fragorosa, un apetito de vida devorador, una inteligencia arisca y ávida, y siempre un delirio jubiloso cortado por las bruscas frenadas que le infligía un mundo desconocido, dejándolo desconcertado pero rápidamente repuesto, tratando de comprender, de saber, de asimilar ese mundo que no conocía, y asimilándolo, sí, porque lo abordaba ávidamente, sin tratar de escurrirse en él, con buena voluntad pero sin bajeza y sin perder jamás una certeza tranquila, una seguridad, sí, puesto que era la seguridad de que conseguiría todo lo que quería y que nada, jamás, de este mundo y sólo de este mundo, le sería imposible, preparándose (y preparado también por la desnudez de su infancia) a encontrar su lugar en todas partes, porque no deseaba ningún lugar, sino sólo la alegría, los seres libres, la fuerza y todo lo que de bueno, de misterioso tiene la vida, y que no se compra ni se comprará jamás.
Sí, había vivido así entre los juegos del mar, del viento, de la calle, bajo el peso del verano y las lluvias intensas del breve invierno, sin padre, sin tradición transmitida, pero habiendo hallado durante un año, justo en el momento preciso, un padre, y avanzando a través de los seres y las cosas, en el conocimiento que iba adquiriendo para fabricar algo que se parecía a una conducta (suficiente en ese momento, dadas las circunstancias que se le presentaban, insuficiente más tarde frente al cáncer del mundo) y para crearse su propia tradición.
¿Pero era aquello todo, aquellos gestos, aquellos juegos, aquella audacia, aquel ardor, la familia, la lámpara de petróleo y la escalera negra, las palmas al viento, el nacimiento y el bautismo en el mar, y para terminar, esos veranos oscuros y laboriosos? Había eso, oh, sí, era así, pero había también la parte oscura del ser, lo que durante todos esos años se había agitado sordamente en él como esas aguas profundas que debajo de la tierra, en el fondo de los laberintos rocosos, nunca han visto la luz del sol y, sin embargo, reflejan un resplandor sordo que no se sabe de dónde viene, aspirado tal vez por el centro enrojecido de la tierra, a través de capilares pedregosos, hacia el aire negro de esos antros ocultos y de los que unos vegetales pegajosos y [comprimidos] siguen extrayendo su alimento para vivir allí donde toda vida parecía imposible. Y ese movimiento ciego que nunca había cesado, que experimentaba aún ahora, fuego negro enterrado en él como uno de esos fuegos apagados en la superficie pero que en el interior siguen ardiendo, desplazando las fisuras y las torpes agitaciones vegetales, de suerte que la superficie fangosa tiene los mismos movimientos que la turba de los pantanos, y de esas ondulaciones espesas e insensibles seguían naciendo en él, día tras día, los más violentos y terribles de sus deseos, así como sus angustias desérticas, sus nostalgias más fecundas, sus bruscas exigencias de desnudez y sobriedad, su aspiración a no ser nada, sí, ese movimiento oscuro a lo largo de todos estos años estaba de acuerdo con aquel inmenso país que lo rodeaba, cuyo peso, siendo niño, había sentido, con el inmenso mar delante, y detrás ese espacio interminable de montañas. De esa oscuridad que había en Jacques, nacía ese ardor hambriento, esa locura de vivir que siempre lo había habitado y que aún hoy conservaba su ser intacto, haciendo simplemente más amargo —en medio de su familia recuperada y frente a las imágenes de su infancia— el sentimiento de pronto terrible de que el tiempo de la juventud huía, como aquella mujer a la que había querido, oh sí, la había querido con un gran amor de todo corazón y también del cuerpo, sí, el deseo era imperial con ella, y el mundo, cuando se retiraba de ella con un gran grito mudo, en el momento del goce, recuperaba su orden ardiente, y la había querido a causa de su belleza y su locura de vivir, generosa y desesperada, que le hacía negar, negar que el tiempo pasara, aunque supiese que estaba pasando en ese mismo momento, por no querer que se dijera de ella un día que aún era joven, sino al contrario, seguir siendo joven, y que estalló en sollozos cuando él le dijo riendo que la juventud pasaba y que los días declinaban: «Oh no, no», decía ella bañada en lágrimas, «amo tanto el amor», e inteligente y superior en tantos sentidos, tal vez justamente porque era realmente inteligente y superior, rechazaba el mundo tal como el mundo era.