“Subía arriba, arriba, arriba desde el vientre de la montaña, sin placer, más bien miedoso de la liberación cercana. Y no veía todavía el hoyo, que allá arriba se abría como un ojo claro, de una deliciosa claridad de plata.
Se dio cuenta sólo cuando se encontraba en los últimos escalones. En principio, aunque le pareciera extraño, pensó que fueran los fulgores finales del día. Sin embargo la claridad crecía, crecía cada vez más, como si el sol, que él había visto anochecer, hubiera vuelto a aparecer.
¿Posible?
Se quedó –en cuanto desembocó al aire libre- pasmado. La carga se le cayó de los hombros. Levantó un poco los brazos; abrió las manos negras en aquella claridad de plata.
Grande, plácida [sosegada], como en un fresco luminoso océano de silencio, se encontró cara a cara con la Luna.
Sí, él sabía, sabía qué cosa era; pero de la misma manera en que se saben muchas cosas, a las que nunca se ha dado importancia. y, ¿qué le podía importar a Ciaula, que en el cielo hubiera la Luna?
Ahora, sólo ahora, así desembocado, por la noche, del vientre de la tierra, él la descubría.
Extasiado, cayó a sentarse sobre su carga…Allí está, allí está, la Luna…!Había la Luna! ¡La Luna!
Y Ciaula se puso a llorar, sin saberlo, sin quererlo, por el gran consuelo, por la gran dulzura que sentía por haberla descubierto, allá, mientras ella subía por el cielo, la Luna, con su amplio velo de luz, a oscuras de los montes, de los llanos, de los valles que alumbraba, a oscuras de él, que gracias a ella ya no tenía miedo, ni tampoco se sentía cansado, en la noche ahora llena de su estupor”. (Ciaulla, Pirandello)
Se dio cuenta sólo cuando se encontraba en los últimos escalones. En principio, aunque le pareciera extraño, pensó que fueran los fulgores finales del día. Sin embargo la claridad crecía, crecía cada vez más, como si el sol, que él había visto anochecer, hubiera vuelto a aparecer.
¿Posible?
Se quedó –en cuanto desembocó al aire libre- pasmado. La carga se le cayó de los hombros. Levantó un poco los brazos; abrió las manos negras en aquella claridad de plata.
Grande, plácida [sosegada], como en un fresco luminoso océano de silencio, se encontró cara a cara con la Luna.
Sí, él sabía, sabía qué cosa era; pero de la misma manera en que se saben muchas cosas, a las que nunca se ha dado importancia. y, ¿qué le podía importar a Ciaula, que en el cielo hubiera la Luna?
Ahora, sólo ahora, así desembocado, por la noche, del vientre de la tierra, él la descubría.
Extasiado, cayó a sentarse sobre su carga…Allí está, allí está, la Luna…!Había la Luna! ¡La Luna!
Y Ciaula se puso a llorar, sin saberlo, sin quererlo, por el gran consuelo, por la gran dulzura que sentía por haberla descubierto, allá, mientras ella subía por el cielo, la Luna, con su amplio velo de luz, a oscuras de los montes, de los llanos, de los valles que alumbraba, a oscuras de él, que gracias a ella ya no tenía miedo, ni tampoco se sentía cansado, en la noche ahora llena de su estupor”. (Ciaulla, Pirandello)