"Scribere me aliquid et devotio iubet"

"Scribere me aliquid et devotio iubet" San Bernardo de Claraval

Ya no le temo al blanco...

"Noto mis palabras libres y a la vez con peso. El peso se lo dan los hechos por los que he pasado, aunque ya se han convertido en alas y plumas que la hacen volar, tan ligera como grave. Sólo ahora que tengo peso, sé volar" Alessandro D´Avenia.

domingo, 28 de marzo de 2010

Reavivar lo humano

Giotto


Ayer fue el primer día de la caritativa que empezamos en el CLU, en un hogar de ancianos... estuve con el Dios sufriente, el que no tiene piernas, el clavado en la Cruz de su realidad (realidad fría, ajena, pálida...aunque en esa palidez hay un punto de luz, que viste de blanco, una conciencia traspasada de Su misericordia.); el que llora, y exige una explicación, una palabra... y aun así no olvida pedir a Sus pies. ¿quién soy yo frente a Él? ¿cómo puedo servirlo, si estructuralmente somos lo mismo?

Es extraña esa sensación de querer arrancar, de no querer ver el dolor, de no querer ver esa espera que grita el misterio. La compañía sostiene, vale, me fío, me quedo, estoy, permanezco... con ese santo temblor que se transforma en oración...

Su dolor lentamente extiende los brazos... herida abierta, grito esperanzado... háblame, no me escondas Tu rostro, Señor... acoge en Tu Santa morada... ahora, Dios sufriente, caminamos juntos...

Releía las cartas de Mounier...que estan muy en sintonía con lo que recomienza esta semana...carne y sangre... dejo algunas...


«Qué sentido tendría todo esto si nuestra muchachita no fuera más que un pedazo de carne enferma, un poco de vida accidentada [sumergida quién sabe dónde] y no esta blanca hostia que nos sobrepasa a todos [participación en el sacrificio de Cristo], una infinitud de misterio y amor que nos deslumbraría si lo viéramos cara a cara; si cada golpe más duro no fuera una elevación [ estas observaciones son las que ponen de manifiesto el gran tránsito, el resplandor del milagro], que es una nueva cuestión de amor cuando nuestro corazón empieza a estar acostumbrado y adaptado al golpe precedente [no adaptarse, sino reavivar la herida]. Oyes la pobre vocecita suplicante de todos los niños mártires del mundo [he aquí la dimensión cósmica para el cristiano de incluso el más pequeño de los gestos] y el pesar por haber perdido la infancia en el corazón de millones de hombres que nos piden como un pobre a la vera del camino: “Decidnos, vosotros que tenéis amor y las manos llenas de luz, vosotros queréis darnos todo esto”.

Si no hacemos más que sufrir –experimentar, aguantar, soportar- no resistiremos y fallaremos a lo que se nos ha pedido. De la mañana a la tarde, no pensemos en este mal como algo que se nos quita, sino como algo que damos, para no desmerecer a este pequeño Cristo que está en medio de nosotros, para no dejarle solo en el trabajo con Cristo. No quiero que perdamos estos días porque olvidaremos tomarlos por lo que son: días llenos de una gracia desconocida» (a Paulette, 20 de marzo de 1940).

«Siento igual que tú un gran cansancio y a la vez una gran calma, siento que lo real, lo positivo, es la calma, el amor de nuestra pequeña hija que se transforma dulcemente en ofrenda [ella que ya no puede moverse, este amor de la niña que se transforma en ofrenda, en algo aparentemente inútil], en una ternura que la desborda, que sale de ella, vuelve a ella y nos transforma con ella; y siento que el cansancio se debe solamente a que el cuerpo es muy frágil para esta luz y para todo lo que había en nosotros de habitual, de posesivo, con nuestra niña que se consume dulcemente por un amor más hermoso. [...] Sólo nos queda ser lo más fuerte que podamos con la plegaria, el amor, el abandono y la voluntad de mantener la alegría profunda del corazón» (a Paulette, 11 de abril de 1940).

Al día siguiente escribe así: «Nos encontramos en la misma encrucijada, pobres niños, tan débiles como siempre, con las piernas cansadas y el corazón fatigado y lloroso. Y la misma mano se pone sobre nuestro hombro, nos muestra toda la desgracia humana, todos los desgarros de los hombres, los que odian, los que matan, los que hacen visajes –y los que son odiados, los que son matados, los que son deformados por la vida y toda la dureza de los ricos-, y después nos muestra esta niña totalmente llena de nuestras futuras esperanzas. Y esta mano no nos dice si nos la matará o nos la devolverá, pero, al dejarnos en la incertidumbre, nos dice: “Dadmela por ellos”. Y dulcemente, juntos, corazón con corazón, sin saber si Él la guardará o nos la devolverá, nos preparamos para dársela. Porque nuestras pobres manos débiles y pecadoras no son capaces de tenerla y porque sólo si la ponemos en sus manos tendremos algunas esperanza de encontrarla de nuevo: de cualquier modo, estamos seguros de que lo que suceda a partir de ahora será bueno [esto, en nuestra condición de cristianos, brota por sí solo]

Pase lo que pase, nos encontramos en nuestra verdadera situación de cristianos.

Es muy hermoso ser cristianos por la fuerza y la alegría que da el corazón, por la transfiguración del amor, de la amistad, de las horas y de la muerte [...]» (a Paulette, 12 de abril de 1940).

Otro día escribe: «Todos nuestros deseos de infancia resisten, se desgarran, duelen; pero hay que decir con mucha claridad cuán fuertemente sentimos esos días en que entramos en nuestra condición de hombres, con el sufrimiento transfigurado (el otro es terrorífico, no es del que hablo) [aquella niña inerte les transforma en hombres, genera una experiencia por la que incluso un genio se siente transformado en hombre].

Uno de mis recuerdos más extraordinarios es el rostro con el que un día me anunció X la muerte de su hijo, de la que se había enterado hace dos horas. Una especie de alegría soberana sobre una conmoción total, pero que había dejado de ser conmoción, un rostro real y de candor, una simplicidad de niño pequeño. Ninguna palabra sobre la alegría del sufrimiento hará comprenderla como haber visto una vez un rostro tan próximo a la cima de su existencia. Pase lo que pase, éste es el milagro que nosotros podemos realizar por nuestra pequeña; para merecer el milagro que vendrá de todas formas puesto que lo pedimos de buena voluntad, sea el milagro visible de la curación o el milagro invisible a través de una fuente infinita de gracia cuyas maravillas conoceremos un día. Nada se parece más a Cristo que la inocencia sufriente» (a Pulette, 16 de abril de 1940).

El siguiente texto está tomado de un cuaderno de notas de la guerra: «Presencia de Francoise. Historia de nuestra pequeña Francoise, que parece deslizarse por días sin historia.

El primer aprendizaje fue superar la psicología de la desgracia. Este milagro se rompió un día, esta promesa sobre la que se cerró la ligera puerta de una sonrisa truncada, de una mirada distraída y de una mano sin proyectos, no, no es posible que sea un azar, un accidente. “Le ha sobrevenido una gran desgracia”. Pero no era una desgracia: alguien muy grande nos ha visitado. No nos hemos dado sermones. No había más que guardar silencio ante este nuevo misterio que poco a poco nos ha impregnado de su alegría. Muchas veces he tenido la sensación, cuando me acercaba a la cuna, de acercarme a un altar, a algún lugar sagrado donde Dios hablaba por medio de un signo. Me invadía una tristeza penetrante y profunda, pero a la vez ligera y transfigurada. Y en torno a ella, no tengo otra palabra, me he postrado en adoración. Con toda seguridad, nunca he conocido de forma tan intensa el estado de plegaria como cuando mi mano le hablaba a esa frente que no respondía nada, cuando mis ojos han osado dirigirse hacia esta mirada ausente, que llevaba lejos, lejos por detrás de mí, no sé qué acto emparentado con la mirada, un acto que veía mejor que la mirada. [...] Durante mucho tiempo hemos preferido la muerte de Francoise a que permaneciera tal y como estaba. ¿No es esto sentimentalismo burgués? ¿qué quiere decir para ella “ser feliz”? ¿quién sabe si no se nos ha pedido que guardemos y adoremos una ostia entre nosotros, sin olvidar la presencia divina bajo una pobre materia ciega? Mi pequeña Francoise, tú eres para mí la imagen de la fe. Aquí abajo la conoceréis enigmática y como un espejo.

En esta historia, nuestra desgracia ha tomado un aire de evidencia, una familiaridad aseguradora o, mejor, no es ésta la palabra, una familiaridad comprometida: una llamada que no depende ya de la fatalidad.

Llegó la guerra y anegó nuestra desgracia en la gran calamidad común. Así, sumergida, el peso se ha hecho más ligero. La guerra a deparado a P los momentos más atroces de la soledad y angustia en septiembre y en abril. Pero, a pesar de esos momentos, esa guerra ha acabado de curarnos de la enfermedad de Francoise. Tantos inocentes desgarrados, tantas inocencias pisoteadas; esta niña inmolada día a día constituía quizás nuestra verdadera presencia en el horror de los tiempos. No se puede solamente escribir libros. Es preciso que la vida nos arranque periódicamente de la estafa del pensamiento, el pensamiento que vive sobre los actos y los méritos de otro.

Ahora que la amenaza de abril se ha alejado, ahora que parece que debemos continuar juntos. Francoise, hija mía, sentimos una nueva historia interviene en nuestro diálogo: resistimos a las formas fáciles de la paz firmada con el destino, seguir siendo padre y tu madre, no abandonarte a nuestra resignación, no acostumbrarnos a tu ausencia, a tu milagro; darte tu pan cotidiano de amor y de presencia, proseguir la plegaria que tú eres, reavivar nuestra herida, puesto que esta herida es la puerta de la presencia, permanecer contigo.

Quizá sea necesario que nos envidien esta paternidad titubeante, este diálogo inexpresado, más hermoso que los juegos habituales» (conversaciones X, 28 de agosto de 1940).



jueves, 18 de marzo de 2010

“Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”


"La primera caridad con el ambiente es compartir un juicio":


Ante el terremoto ocurrido hace una semana y el inicio de clases que ahora nos convoca, hay una pregunta que nos apremia: ¿Cómo volver a la Universidad en medio de esta catástrofe? El terremoto no deja de ser noticia, y tampoco nosotros lo queremos olvidar ni tapar entre libros y
cuadernos, entre trabajos y exámenes. Queremos vivir una unidad de nosotros mismos, aceptando a la vez, con realismo, el drama del terremoto y la realidad de la universidad: no queremos que nuestro ambiente sea un mundo aparte, sino que éste nos introduzca a la realidad. La universidad es el primer lugar donde vivir el golpe del terremoto: mirando a los compañeros y los profesores que sufren, extrañando los rostros de los que no volverán.

Desde ahí podemos mirar al país, mirar esta herida abierta. La indiferencia se nos hace imposible. Es un reinicio diferente, habrá una mirada diferente. Hoy apreciamos más la vida que tenemos, los rostros de los amigos.

¿Cómo tener en cuenta todo sin que las últimas palabras sean “tragedia” e “impotencia”? ¿Desde dónde podemos decir que - frente a todo lo que hemos vivido estos días- la vida no es sencillamente una tragedia? Nos apremia la necesidad de certeza y paz verdadera, que no tiene nada que ver con una tranquilidad cómoda y burguesa. ¿Y de dónde puede venir la energía y el realismo necesarios para vivir esta situación? El hombre necesita algo más que buenas intenciones. Necesita de una fuerza más grande que la suya, una inteligencia abierta a toda la realidad. ¡La compañía de Cristo es el lugar donde reside esa fuerza!

Cristo es Dios mismo que se ha revelado. Es la Verdad y la Misericordia hecha compañía humana, que no se ha ido, dejando al hombre en la soledad. No. Él ha prometido quedarse con nosotros. En Su compañía, el hombre puede lanzarse sin miedo y sin vacilación a la aventura de la vida, incluso en momentos tan duros como estos.

Nosotros volvemos a la universidad, en medio de este desastre, con este deseo de justicia y de paz, porque en la comunidad cristiana se cumple la promesa de Aquel hombre, Cristo: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”.

Universitarios de Comunión y Liberación




"Todo yo soy una pregunta a la que no sé dar respuesta"
(P. P. Pasolini)



"Él poseía una ingenuidad que le permitía mirar las cosas de nuevo, como si nadie las hubiese contemplado antes que él. Contemplaba al mundo con ojos nuevos, asombrados".
(L. Jonas)