
La cabeza empezaba a calentárseme restregada por el decurso de los primeros
razonamientos. Quise imaginarme a un grano de trigo aislado de los demás granos, sin
rozarse con ninguno, dentro de un saco; deseé poder concebir un punto de arena en
una playa sin conexión alguna con otros puntos; quise aislar una molécula de agua en
el seno de la mar, y no me fue posible. La realidad se me imponía con las armas de la
lógica. Nada puede existir en el mundo sin una relación de dependencia, de
coordinación o de mando. Todo está incrustado en un orden preestablecido, sometido
a leyes fatales o voluntarias, pero que por sí hablan ya de una coordinación y un nexo
al menos relativos. Deseé imaginarme a un hombre autónomo, independiente de otros
hombres y de las cosas en un grado absoluto. Voló mi imaginación a un peñasco
solitario del mar mayor del universo. Allí situé a mi hombre imaginario. Le di por oficio
el de torrero del faro. Al momento se me impuso de nuevo, implacable, la fuerza de la
realidad. Ese hombre venía de algún plinto; naturalmente, de otro hombre. El faro
debería arder de noche para evitar el naufragio de otros hombres. Sobre esto el
torrero había de atender a sus necesidades ineludibles: comer, vestir, cultivar su
espíritu. Ya estaba mi hombre encadenado; sujeto a la ráfaga interminable de la
dependencia, de la conexión, de la fatal coordinación a otros hombres y a otras cosas.
El hombre absolutamente aislado era inconcebible. En ese equilibrio entre el toma y el
deja, no era solución posible el no tomar nada para no tener que dejar nada. La
encrucijada del desasimiento, en más o en menos, había de llegar forzosamente para
todos.