Nos ayudan a entenderlo dos oraciones de
la liturgia de las horas, con las cuales Dante tenía familiaridad, el canto de
Zacarías, el Benedictus, y el canto
de la Virgen, el Magnificat. El primero,
que se recita en la mañana, dice: «Bendito el Señor […] porque […] ha suscitado para nosotros una
salvación potente, […] como había prometido por boca de sus profetas» (Lc 1,
68-70). La otra gran oración, aquella que se dice en la tarde, el Magnificat,
se cierra así: «Ha socorrido a Israel su siervo […] como había prometido a
nuestros padres» (Lc 1, 54-55). Prometido «a nuestros padres» en el lenguaje
bíblico quiere decir prometido a la raíz de nuestro corazón. A la raíz del
corazón del hombre hay una espera de bien, una promesa hecha a Abraham y a su
descendencia por siempre. Sí, aquello que hemos intentado decir la vez pasada
es esto: venimos al mundo con una promesa, una promesa de bien.
Dante lo había
presentido, entrevisto, experimentado en el encuentro con Beatrice; pero
después Beatrice muere. ¿Dónde va ahora a terminar la promesa de bien que ha
movido el corazón de Dante desde el nacimiento, que mueve el corazón del hombre
siempre, que parece realizarse en un encuentro, en una amistad, en un bien
vislumbrado, pero que, después se va?
Franco Nembrini
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