
“La adolescencia es una cosa compleja e incomprensible. Ni habiéndola pasado se entiende bien lo que es. Un hombre no puede comprender nunca del todo a un chico, aun habiendo sido niño. Crece, por encima de lo que fue el niño, una especie de protección que pica como pelo; una dureza, una indiferencia, una combinación extraña de energía dispersa y sin objeto, mezclada con cierta disposición a aceptar las convenciones.
Este párrafo contiene la paradoja de la niñez al estilo chestertoniano; es un misterio que sabemos que existe, pero que no sabemos explicar. El niño es el padre del hombre, paradójicamente es mayor que el hombre, su existencia es anterior y sus recuerdos más antiguos. El niño ha pasado toda la vida con el adulto, estaba con él incluso antes de que el adulto naciera. Y, sin embargo, el adulto ni conoce ni comprende al niño…
La inocencia de la infancia se hallaba amenazada en ese nuevo mundo en el que se encontró de pronto; por cada destello de luz había una sombra acechante; las contradicciones y las opiniones contrarias luchaban por la supremacía. No obstante, la formación de los años preescolares influiría decisivamente en su vida futura. Cada vez que el infortunio parecía vanagloriarse de su triunfo o cuando le invadía la oscuridad de la desesperación una ráfaga de luz infantil dispersaba las sombras. Años después, el hombre que salió victorioso tras haber ganado la batalla, tenía una deuda de gratitud con el niño.” Joseph Pearce. Sabiduría e inocencia.